Muchas dificultades se oponen, en Occidente, a un estudio serio y profundo de las doctrinas orientales en general, y de las doctrinas hindúes en particular; y los mayores obstáculos, a este respecto, no son quizás aquellos que pueden provenir de los orientales mismos. En efecto, la primera condición requerida para un tal estudio, la más esencial de todas, es evidentemente tener la mentalidad adecuada para comprender las doctrinas de que se trata, queremos decir para comprenderlas verdadera y profundamente; ahora bien, ésta es una aptitud que, salvo muy raras excepciones, falta totalmente a los occidentales. Por otra parte, esta condición necesaria podría considerarse al mismo tiempo como suficiente, ya que, cuando se cumple, los orientales no tienen la menor repugnancia en comunicar su pensamiento tan completamente como es posible hacerlo.
Si no hay más obstáculo real que el que acabamos de indicar, ¿cómo es posible que los ‘‘orientalistas’’, es decir, los occidentales que se ocupan de las cosas de Oriente, no le hayan superado jamás? Y no podría ser tachado de exageración el afirmar que, en efecto, no le han superado nunca, cuando se constata que no han producido más que simples trabajos de erudición, quizás estimables desde un punto de vista especial, pero sin ningún interés para la comprehensión de la menor idea verdadera. Es que no basta conocer una lengua gramaticalmente, ni ser capaz de traducirla palabra por palabra correctamente, para penetrar el espíritu de esa lengua y asimilarse el pensamiento de aquellos que la hablan y la escriben. Se podría ir más lejos incluso y decir que cuanto más escrupulosamente literal es una traducción, más riesgo corre de ser inexacta en realidad, y de desnaturalizar el pensamiento, porque no hay equivalencia verdadera entre los términos de dos lenguas diferentes, sobre todo cuando estas lenguas están muy alejadas una de otra, y alejadas no tanto filológicamente como en razón de la diversidad de las concepciones de los pueblos que las emplean; y es este último elemento el que ninguna erudición permitirá penetrar nunca.
Para esto es menester otra cosa que una vana ‘‘crítica de textos’’ que se extiende hasta perderse de vista sobre cuestiones de detalle, otra cosa que métodos de gramáticos y de ‘‘literatos’’, e incluso que un supuesto ‘‘método histórico’’ aplicado a todo indistintamente. Sin duda, los diccionarios y las compilaciones tienen su utilidad relativa, que no se trata de contestar, y no se puede decir que todo este trabajo se haya empleado en pura pérdida, sobre todo si se reflexiona que aquellos que le llevan a cabo serían lo más frecuentemente ineptos para producir otra cosa; pero, desafortunadamente, desde que la erudición deviene una ‘‘especialidad’’, tiende a ser tomada como un fin en sí misma, en lugar de no ser más que un simple instrumento como debe serlo normalmente. Es esta invasión de la erudición y de sus métodos particulares lo que constituye un verdadero peligro, porque corre el riesgo de absorber a aquellos que serían quizás capaces de librarse a otro género de trabajos, y porque el hábito de estos métodos recorta el horizonte intelectual de aquellos que se someten a ellos y les impone una deformación irremediable.